domingo, 25 de mayo de 2008
Giacometti
“Sólo el porvenir dirá si Giacometti habrá sido sólo una de las posibilidades que un siglo deja pasar, o si fue uno de los signos precursores de una nueva forma de vivir en esta tierra.”
Yves Bonnefoy
EN RECUERDO DE JACQUES GABAYET
(1944-2007)
Claudio Albertani
Quiero dejar el testimonio de una amistad. Conocí a Jacques en 1981 en Tepoztlán, Morelos, en donde ambos vivíamos. Yo recién había llegado de Italia vía Estados Unidos y me incorporé a La Escuelita que Jacques fundó junto a Lucero González, su esposa de entonces, y a Jorge Velasco, gran bailarín, otro amigo entrañable. La Escuelita era un proyecto de educación primaria alternativa pensado en primer lugar para que nuestros hijos se escaparan de las horcas caudinas de la educación pública y también de la educación privada.
Era un proyecto generoso y libertario que, con base en las ideas del pedagogo anarquista Celestin Freinet, buscaba educar para la cooperación y no para la competencia, algo difícil de entender en nuestros días neoliberales y en nuestras universidades dominadas por la obsesión del puntaje.
La Escuelita sesionaba en casa de Jacques, pero no tardó en abrirse a la comunidad tepozteca y a refugiados guatemaltecos que, huyendo de la guerra de exterminio, habían llegado hasta las tierras de Emiliano Zapata.
Pronto se construyó en torno a la Escuelita un grupo de amigos, tal vez la última experiencia comunitaria que me tocó, después de la temporada feliz de los años setenta.
Una comunidad improbable que incluía a matemáticos tepoztecos, a indígenas quichés sobrevivientes de innumerables masacres, al poeta y carpintero Mario Licón, a pintores de renombre como Roger von Gunten y a desarraigados cosmopolitas como mi esposa Patricia y yo. Recuerdo unas fiestas pantagruélicos en donde se podía escuchar marimba, mambo y blues y se hablaba quiché, italiano y francés, junto al español. Recuerdo las clases de cocina que yo impartía, sin duda mi mejor experiencia docente.
Esto del desarraigo nos unió a Jacques y a mí cimentando una amistad entrañable. Yo, que aprendía sin mucha suerte a ser mexicano y él, que siendo el más chilango de mis amigos chilangos, nunca dejó de sentirse extranjero. No sólo en México, sino también en Francia llegando a "concebir a la vida como una forma personal de exilio", según escribió otro amigo suyo. Un día, bromeando, descubrimos cuáles eran nuestras patrias respectivas: la suya los años sesenta, la mía los setenta.
Jacques me enseño a amar a México y yo lo acosé en su aventura intelectual. Compartí su interés por la cultura judía –ambos llegamos a considerarnos algo así como judíos fracasados- su ilusión guadalupana –de la cual, por suerte, ambos nos liberamos pronto-, su pasión por el milenarismo, su tránsito por el nacionalismo, sus lecturas de Jacques Lafaye, Ernest Bloch, Luis Villoro, Bajtin, Thomas Merton y tantos otros autores que conocí gracias a él. Participé en el encuentro que organizó en 1984, Hacia el nuevo milenio, tal vez su logro intelectual más importante. Con uno pseudónimo –eran los años del genocidio y yo amaba a vida…-, presenté ahí una ponencia sobre Guatemala que resumía mis andanzas por el desdichado país centroamericano.
Jacques tiene que ver con las experiencias más importantes que viví en los últimos 25 años. Hacia 1983, me presentó a Miguel Ángel Sandoval, el Zurdo, y a Arturo Taracena, el Mico, otros amigos ineludibles, que me integraron al equipo de la hoy difunta agencia Noticias de Guatemala, lo cual dio consistencia a mi pasión por aquel país.
Jacques siempre iba adelante. Después de haberme metido al nacionalismo mexicano, también me sacó de ahí, algo que, por cierto, le agradezco profundamente. Para ambos, el texto definitivo -verdadera revelación- fue Nacionalismo y Cultura, el clásico estudio de Rudolf Rocker que yo, anarquista de toda la vida, no conocía y que Jacques, trotsquista confieso, me recetó en la gloriosa edición pirata de la Biblioteca Social Reconstruir que todavía conservo.
Gracias a Rocker descubrimos a Tagore quien, no sólo fue el gran poeta del que todos tienen noticia, sino el autor de una de las mejores críticas jamás escritas contra el nacionalismo. Recuerdo que Jacques quedó deslumbrado por su definición de que el nacionalismo es "el egoísmo organizado de los pueblos".
Años después, en una librería de viejos de Katmandú encontré una copia del precioso texto y se la traje. Acto seguido, Jacques me obligó a escribir el texto sobre Tagore que publicó la UAM en una de sus revistas.
En fin, viví muchas aventuras con Jacques. Recuerdos noches interminables en Tepoztlán, escudriñando nuestras almas respectivas, las pláticas con el imprescindible Carlos Martínez, los acuerdos y los desacuerdos…
Pero no fueron sólo aventuras del espíritu. Jacques fue mi guía en los cerros de Tepoztlán que conocí en gran parte con y a gracias él. Una vez fuimos juntos a Europa y entre los dos no juntamos para el taxi que desde el aeropuerto nos llevaba al centro de París. La libramos gracias a la generosidad de amigos comunes.
Su último regalo fue obligarme a leer a Heine, el gran poeta alemán amigo de Marx y de Bakunin, otro desarraigado que renegó su doble condición de alemán y de judío. A Luciano de Samosata, una de las últimas pasiones de Jacques lo tengo de tarea pues todavía no he tenido el tiempo de leerlo.
¿Cómo lo recuerdo? Como un maestro. No me refiero, claro está a las banalidades académicas. Jacques fue un maestro de vida y por esto lo recuerdan incluso sus estudiantes. Cultivó el arte del ironía que consiste en mostrar al otro su naturaleza verdadera. Una ironía que tuvo el valor de aplicarse a sí mismo hasta el último momento.
No escribió mucho, es verdad. Pero tenía el don de la comunicación. Jacques fue un maestro al estilo de Sócrates. La palabra hablada era su don. La rectitud su fuerza.
Gracias por todo Jacques. Nos vemos en el infierno.
Claudio Albertani
México, DF
(en ocasión del homenaje a Jacques Gabayet que se celebró el 21 de mayo de 2008 en la Universidad Autoónoma Metropolitana, plantel Xochimilco)
Claudio Albertani
Quiero dejar el testimonio de una amistad. Conocí a Jacques en 1981 en Tepoztlán, Morelos, en donde ambos vivíamos. Yo recién había llegado de Italia vía Estados Unidos y me incorporé a La Escuelita que Jacques fundó junto a Lucero González, su esposa de entonces, y a Jorge Velasco, gran bailarín, otro amigo entrañable. La Escuelita era un proyecto de educación primaria alternativa pensado en primer lugar para que nuestros hijos se escaparan de las horcas caudinas de la educación pública y también de la educación privada.
Era un proyecto generoso y libertario que, con base en las ideas del pedagogo anarquista Celestin Freinet, buscaba educar para la cooperación y no para la competencia, algo difícil de entender en nuestros días neoliberales y en nuestras universidades dominadas por la obsesión del puntaje.
La Escuelita sesionaba en casa de Jacques, pero no tardó en abrirse a la comunidad tepozteca y a refugiados guatemaltecos que, huyendo de la guerra de exterminio, habían llegado hasta las tierras de Emiliano Zapata.
Pronto se construyó en torno a la Escuelita un grupo de amigos, tal vez la última experiencia comunitaria que me tocó, después de la temporada feliz de los años setenta.
Una comunidad improbable que incluía a matemáticos tepoztecos, a indígenas quichés sobrevivientes de innumerables masacres, al poeta y carpintero Mario Licón, a pintores de renombre como Roger von Gunten y a desarraigados cosmopolitas como mi esposa Patricia y yo. Recuerdo unas fiestas pantagruélicos en donde se podía escuchar marimba, mambo y blues y se hablaba quiché, italiano y francés, junto al español. Recuerdo las clases de cocina que yo impartía, sin duda mi mejor experiencia docente.
Esto del desarraigo nos unió a Jacques y a mí cimentando una amistad entrañable. Yo, que aprendía sin mucha suerte a ser mexicano y él, que siendo el más chilango de mis amigos chilangos, nunca dejó de sentirse extranjero. No sólo en México, sino también en Francia llegando a "concebir a la vida como una forma personal de exilio", según escribió otro amigo suyo. Un día, bromeando, descubrimos cuáles eran nuestras patrias respectivas: la suya los años sesenta, la mía los setenta.
Jacques me enseño a amar a México y yo lo acosé en su aventura intelectual. Compartí su interés por la cultura judía –ambos llegamos a considerarnos algo así como judíos fracasados- su ilusión guadalupana –de la cual, por suerte, ambos nos liberamos pronto-, su pasión por el milenarismo, su tránsito por el nacionalismo, sus lecturas de Jacques Lafaye, Ernest Bloch, Luis Villoro, Bajtin, Thomas Merton y tantos otros autores que conocí gracias a él. Participé en el encuentro que organizó en 1984, Hacia el nuevo milenio, tal vez su logro intelectual más importante. Con uno pseudónimo –eran los años del genocidio y yo amaba a vida…-, presenté ahí una ponencia sobre Guatemala que resumía mis andanzas por el desdichado país centroamericano.
Jacques tiene que ver con las experiencias más importantes que viví en los últimos 25 años. Hacia 1983, me presentó a Miguel Ángel Sandoval, el Zurdo, y a Arturo Taracena, el Mico, otros amigos ineludibles, que me integraron al equipo de la hoy difunta agencia Noticias de Guatemala, lo cual dio consistencia a mi pasión por aquel país.
Jacques siempre iba adelante. Después de haberme metido al nacionalismo mexicano, también me sacó de ahí, algo que, por cierto, le agradezco profundamente. Para ambos, el texto definitivo -verdadera revelación- fue Nacionalismo y Cultura, el clásico estudio de Rudolf Rocker que yo, anarquista de toda la vida, no conocía y que Jacques, trotsquista confieso, me recetó en la gloriosa edición pirata de la Biblioteca Social Reconstruir que todavía conservo.
Gracias a Rocker descubrimos a Tagore quien, no sólo fue el gran poeta del que todos tienen noticia, sino el autor de una de las mejores críticas jamás escritas contra el nacionalismo. Recuerdo que Jacques quedó deslumbrado por su definición de que el nacionalismo es "el egoísmo organizado de los pueblos".
Años después, en una librería de viejos de Katmandú encontré una copia del precioso texto y se la traje. Acto seguido, Jacques me obligó a escribir el texto sobre Tagore que publicó la UAM en una de sus revistas.
En fin, viví muchas aventuras con Jacques. Recuerdos noches interminables en Tepoztlán, escudriñando nuestras almas respectivas, las pláticas con el imprescindible Carlos Martínez, los acuerdos y los desacuerdos…
Pero no fueron sólo aventuras del espíritu. Jacques fue mi guía en los cerros de Tepoztlán que conocí en gran parte con y a gracias él. Una vez fuimos juntos a Europa y entre los dos no juntamos para el taxi que desde el aeropuerto nos llevaba al centro de París. La libramos gracias a la generosidad de amigos comunes.
Su último regalo fue obligarme a leer a Heine, el gran poeta alemán amigo de Marx y de Bakunin, otro desarraigado que renegó su doble condición de alemán y de judío. A Luciano de Samosata, una de las últimas pasiones de Jacques lo tengo de tarea pues todavía no he tenido el tiempo de leerlo.
¿Cómo lo recuerdo? Como un maestro. No me refiero, claro está a las banalidades académicas. Jacques fue un maestro de vida y por esto lo recuerdan incluso sus estudiantes. Cultivó el arte del ironía que consiste en mostrar al otro su naturaleza verdadera. Una ironía que tuvo el valor de aplicarse a sí mismo hasta el último momento.
No escribió mucho, es verdad. Pero tenía el don de la comunicación. Jacques fue un maestro al estilo de Sócrates. La palabra hablada era su don. La rectitud su fuerza.
Gracias por todo Jacques. Nos vemos en el infierno.
Claudio Albertani
México, DF
(en ocasión del homenaje a Jacques Gabayet que se celebró el 21 de mayo de 2008 en la Universidad Autoónoma Metropolitana, plantel Xochimilco)
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