miércoles, 3 de octubre de 2007

Un día de invierno

Olavo Jurier
Esta mañana cuando la luz era poca, y todo era como un sueño ambicioso. La vigilia, tu cuerpo voluptuoso, esa posición de cuadros donde te había marcado; o la de ovillo, inofensiva extensión del descanso a estas horas de la mañana. Cuando la oscura claridad del amanecer era un cielo incierto por el hielo y la humedad, y las tinieblas allá desapareciendo. Porque ahora una bocanada azul es el desamparo de los callejones, un fantasma en los escombros de la noche. Y por donde esas inquietudes menos logradas fueron pesadillas, por la frialdad con que los ruidos del día lo tratan. Esas maquinas del futuro e insistencia de anunciador sin paz que sus motores traen con el despertar.
Ya que el día, y no habiendo forma de quedarse esperando, pues los ánimos son otra vez esa inquietud sicalíptica, esa actitud morbosa de los tactos encabritando los sentidos; digo los míos que ya andaban trepados por tu espalda. Pero no hay más oportunidad. No para ajustarme a las riendas sueltas de la noche anterior. Porque no soy capaz de despertarte otra vez. Lo intente temprano, y fueron los torpes rechazos del cansancio los que te hicieron ver desenredada, sin abstinencias.
Busco, entonces, afuera. Por esa ventana que apenas llega a los parajes del fondo, no como hace unos días atrás, pues todo se ha reducido a un suspiro inquebrantable. A una estación de pinos rendidos en las sombras de blancos avatares, los confines del invierno donde ahora pertenezco. El pasado se lo debo a una trampa del arrepentimiento - si es que algún día aparece. Mas por ahora, aquí, tú dormida como un querubín de profundos sueños, cuando eras mi mejor labor en esas altas horas; mi única condición de fuga abismal a las paradojas de la soledad. Mi circunstancia mejor, si fuera a abundar incontenible en una razón por las que siempre procuro nunca fallecer, y súper latir superlativo.
Ahora que me sumerjo y nado en las aguas de esta nube, como un pez buscando no se que orilla viniendo de lo hondo de lo inmerso, o de las rayas de gotas gordas y copiosas, salgo. Afuera, me sacudo y restriego como un anfibio pisando tierra firme. Tomo la toalla y el baño flota en emanaciones de alucine. Y cuando por el espejo trato de ver el rostro conocido, el mismo sujeto encaprichado con la ceguedad de verse a si mismo, sin cambiar en lo más mínimo su pose de aficionado: aparecen algunas ramas en los helechos de pelos alborotados, las escamas de la espalda, la firme cresta de moluscos separada, la falsa agalla palpitando ya sin aire. Y la verdad es que no quería perder, ni sacarme esos olores de los poros. Esos que quedaron impregnados de esencia por el calor de tu respiración, los que son un vaho de ti. Humores dados a multiplicarse con el sudor, y a expandirse por la cama cuando mas abierta al gozo te apretabas. Con una mezcla de olores concentrado por los sabores de tu boca, de tu cuerpo, de tu sexo consentido y excitado.
Pero cuando me vi al espejo sin ánimo para afeitar, solo con la mano por la cara, como quien de repente pretende adivinarlo todo en un segundo, salto a tu isla. Y allí estas tu otra vez; dormida, repitiendo un mantra de zetas que te hace ver pálida y quieta. Seguro que en tus sueños andarás desnuda, porque buscas cobijo, y te vuelves a enrollar. Y yo, sin saber que en realidad eras un apodo de la noche – pues tu nombre fue cortesía de ella misma – busco por el único recurso que me queda, porque ya todo se ha dicho discretamente: el azar únicamente importará, y siéntete ganador de alguna manera. No hay secretos, no para mi, lo se; ya conocí tu suerte y juega leal. Pero por si acaso, te dejo una nota con mi número de teléfono… y llama cuando quieras.
Ahora, voy con ruta a la rutina. Mi trabajo es como cualquier otro: un trabajo, un horario de la repetición. ¡Pero, cuida de no correr! porque te puedes deslizar y romper la cabeza. No, con tanto hielo encima y suelo de vidrio. Caminar a pasos seguros, de hierro es lo mas cierto, con firmeza al suelo. Pero se me pega el camino a los zapatos, a sabiendas de que se hace tarde, y aquí todos son puntuales. Los buses no esperan porque se les hace tarde, todo es un andar de tiempo exacto. Ya los veo desde aquí, llegan todos a tomar el mismo bus, la misma ruta a la ciudad. Les hago señas de espera, pero nadie mira, todo es muy opaco o blanco para buscar saludos a lo lejos.
Todavía me queda media cuadra, y mis piernas no avanzan ni un centímetro. Ya subió el último de los pasajeros, se cerró la puerta, el motorista acelera y no ve que intento llegar. Que me he quedado atrapado en un raspado de invierno, que me hundo profundo en la nieve. En una cellisca polar que cubre mi cintura, mis hombros, mi cabeza. Que les vuelvo a gritar y mi mano a agitar: ¡Esperen, esperen por mí!
Como te decía, la poca claridad es ya esta luz opaca, de un color papel en blanco. La nieve alcanzó sus mejores cumbres, y se necesitara más de un pala para abrirse paso. Saltar como conejos, y atisbar en la distancia como los alces. Si, hubiera preferido quedarme en casa imaginando leñas en la chimenea, cama de sabanas gruesas, y el olor a café. Ver los copos gruesos cayendo tras la ventana, doblando los pinos por tanto peso, todo como una incomprendida canción de navidad cuando niño.

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