domingo, 4 de febrero de 2007

"Animaldifícil" o el Minotauro nostálgico en la barra



José Juan Cantúa

Texto de presentación del libro "Animaldifícil", número 8 de la colección de Poesía Sonorense Contemporánea, Mora-Cantúa Editores.

Uno

Las palabras andan en boca de todos, palabras promiscuas y sin embargo inalcanzables, hacen lo que quieren con el deseo ajeno, resbalan de mis labios como hojas del árbol de las preguntas; otras, rencorosas, arden detrás de la frente como signos de maldición en un cráneo antiguo. Las palabras, herramientas extrañas que cada día inventan el instante de cada instante en el que nombran las cosas. La palabra ancla, por ejemplo, se hunde por su propio peso hasta el fondo del mar de la tranquilidad, la palabra pájaro se deshace a la mitad del cielo por un manotazo del otoño, la palabra cristal cae de nuestras manos y se rompe como la vida misma, toda nuestra vida cuidándola celosamente como a la niña de los ojos y en el temblor de un poema la palabra cristal se nos cae para siempre y de pronto es añicos, astillas, ceniza de estrellas. El poeta sabe que irremediablemente deberá recoger esos pedazos, como una penitencia humillante, con la lengua.
En boca de cualquiera, las palabras que el poeta extrae con unos alfileres de humo, una a una hasta el último murmullo, ese que alguien pronunció en un sueño que nunca puede recordar: el mismo espejismo cada noche para el mismo olvido de cada día. Pero el poema es un puñal afilado en la piedra negra de la memoria, un tajo en la frente del inconciente colectivo, caracol de sangre. Qué oficio imposible el del poeta: bosquejar verso a verso una gota de sangre en la pupila nuestra de cada día. La poesía es implacable o no es, dogma del incrédulo, la más honda desnudez en la primitiva posición fetal. El primer balbuceo es el poema original y, después, en cada verso aprendemos a hablar de nuevo.
De pronto, en el lugar menos pensado o pensado menos, la retórica nos cae del cielo y se ajusta a nosotros como un par de alas de mármol, perfectas como una luna artificial, pero imposible volar con ellas; en todo caso, pueden servir como atributo de lápida. En la jaula de la retórica los pájaros son los más hermosos, pájaros de piedra marina, de aire nocturno, de fuego quieto, pero imposibles para el canto. La retórica pudiera ser, por decirlo retóricamente, una araña que teje y desteje la palabrería del mundo en el paladar del poeta hasta que sucede el poema, los versos resplandecen como gotas de rocío y retomamos el aliento y la sombra de las cosas y la piel del amante es una hoja virgen y escribimos en ella como condenados a muerte, poeta desahuciado, un poema sin pecado concebido.

Dos

Una tarde de julio, un miércoles tal vez un sábado, la palabrería era una daga de cristal en mi garganta y se ocultaba en la sombra oscura de la tarde, dagosa de tan sombría: el riesgo era perecer en el huevo de la serpiente, la incapacidad de no romper el cascarón con la palabra libertad, así que decidí arrojarme de mi trasatlántico de tres ruedas al océano bermejo de la tarde y la marea de mis venas me arrojó a la barra de una cantina de adobe. Acostumbrado a estos ejercicios de retórica poética me senté en la barra como si ahí hubiera nacido hasta que percibí el rumor cálido de una voz que murmuraba las leyendas de las lápidas que ya no recordaba. Sorprendido, descubrí hacia mi costado, también acodado sobre la barra, a un minotauro nostálgico, animal difícil, si los hay. Con un gesto –ese otro truco- hice varias preguntas al cantinero. Me dijo en un susurro: “Es una bestamarga”, con un dejo de resignación. “¿Y su laberinto en dónde, en Grecia, en cuál isla?” –inquirí. “Aquí cerca, en la San Benito –respondió-, ahí se pierde por una o dos semanas y en cuanto escapa se viene derechito para acá”, “¡Ah! –exclamé en el colmo de mi sagacidad. “Es poeta confeso –deslizó arqueando las cejas como si dijera algo que escapaba a su comprensión-, creo que el mejor del mundo, pero, sobre todo, siempre paga, nunca pide fiado”. Lo demás fue beberse el mundo desde la altura de la espuma hasta la garganta inescrutable del abismo y los lugares comunes: Jaime Sabines, Octavio Paz, Alfonso Reyes, Efraín Huerta, por ejemplo. De ahí salí hasta que la barra se me transformó en un laberinto mientras el minotauro hablaba impertérrito desde un púlpito, que nunca supe de dónde surgió, de Huidobro y Cortázar, de Pellicer y Revueltas, de Borges y de Borges otra vez, mientras fumaba, uno tras otro, cigarrillos Benson & Hedges mentolados. “¡Eso es estilo, mi Minos!”, dije nomás por decir algo y entonces el Minotauro-Bestiaamarga-Animaldifícil exclamó “¡Por supuesto que sí! -mientras me miraba como a un acólito torpe. ¡Primero muerto antes que perder el estilo… y eso lo acabamos de decir Óscar Wilde y yo!”. Después de eso sólo me quedó el recurso de “¡Bajan, bajan!”. Salí de ahí directo a mi trasatlántico sólo para percatarme de que en cada esquina me esperaba un iceberg.
Olvidé mi nombre entonces, pero se me grabó para siempre el del poeta: Julio Ernesto Tánori.

Tres

En el poemario “Animaldifícil”, los animales son máscaras necesarias para el ritual que preside Julio Ernesto. El libro es una piedra de sacrificios. Así las palabras deshacen los párpados del poeta frente al espejo. La otredad es el reflejo que también observa pasmada, desbordada de fascinación y hastío. Aquel otro, el prisionero del azogue, nos mira fijamente desde el cristal como a través de un féretro. Inevitablemente somos el otro y el mismo con la sencillez del guante que desnuda la mano, como dijera Neruda. Como las palabras, somos nómadas de nosotros mismos.

Los gatos de la noche... (pág. 28)

Los gatos de la noche me arañan los ojos.

Para renacer en mí
tengo que reconocerme en otro
piedra que a la luz será estrella
estrella como piedra.

Seré palabra
minuto
donde arrancarme
el papalote-sueño
para ahogar la botella
de este vivir.

De los insomnios blindados
disparo sueños no soñados
agrias naranjas donde acidar la noche
féretros para esconder la luna
y rascarme las pupilas
incitando al alba.


La sal de la sangre es la misma que hincha las venas del otro en el suicidio de cada día. Este inevitable somos para dejar de ser, despertar en los ojos del otro.


Tengo reflejos de polvo… (pág. 31)

Tengo reflejos de polvo
para adornarte
sueño inundado
de imágenes quebradas
luz litoral
nostalgias
y fiebres

rosa horizontal
de insomnios

Después de todo
el agua desbocada
es la madura paloma de la desventuranza
donde el océano es el muro azul del agua
y el cielo un espejo ahogado

es decir
se necesita ser el argonauta
que en perfil de cuchillos
es parpadeo de luz
invalidez de memoria
para volverme transparente

despertándome.



El poeta Julio Ernesto Tánori cambia de piel de un capitulo a otro, pero su voz es impecable, es una sola piedra arrojada al estanque de su poesía reunida: sus círculos concéntricos expanden los primeros petroglifos hasta hacer de su escritura un panal de abejas fosforescentes; además, siempre rebasan los límites del insomnio del poeta.


Todo está por volver al polvo... (pág. 112)

Todo está por volver al polvo
y la casa está por caer
–fantasma de gastados huesos–
que de la puerta sólo queda entreabierto
el hueco
el grito de una garganta blasfema
y el filo de la navaja de Dios.

Como en todo derrumbe
la impaciencia de los cimientos cedió
la desesperanza a la piedra
introvertido cuchillo
que los hiere por dentro
haciéndolos temblar.

Más robusta que el tiempo
la piedra florece en su propio excremento
–resentido polvo
humedad colérica–
del pasto de la memoria
en que se muere hasta el fruto del agua como si
estuviera seco.

El polvo
entonces
cuelga de las más pesadas vigas de la casa
espía cocinas y puertas
y de pared a pared en su misma acrobacia
en la jaula perenne de mi bestiamarga.

Que tanto muro se pudra nos da una luz opaca
de ventarrón de agosto
y julio triturado
en su casa fantasma de polvo y agua amasada.

Agosto 23 de 1981


Poemas hay que son como piezas de ajedrez, inverosímiles en el tablero de los días. Borges asoma su perfil detrás de un alfil y una leyenda grabada por el poeta Tánori en un costado, advierte: “Dios es un pobre diablo”. Sigiloso, el poeta mueve sus piezas de página a página, demiurgo de su propio extravío y de su propia búsqueda, sólo para encontrarse siempre y tropezarnos con él de frente. Creímos que el poeta era como el minotauro en el laberinto ¡vaya que nos equivocamos!, el lector es un minotauro de tantos, único en su extravío, el poema es el laberinto de cada día, el que delinea el poeta y le coloca “semáforos para que pasen los muertos”. Somos, pues, minotauros nostálgicos, bestiasamargas, animalesdifíciles. Como el poeta, indocumentados de nosotros mismos, cruzamos la raya, alzamos los brazos al cielo como magueyes y acto seguido nos derrumbarnos en la mitad de la noche y morimos, simplemente.
El otro poeta Vicente Huidobro afirma: “Los verdaderos poemas son incendios”. Mientras leo y releo “Animaldifícil”, ya cautivo de su voz de sirena lisiada, el brillo del fuego se refleja en mis pupilas y me enciende para siempre.

J. J. Cantúa, marzo de 2006
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domingo, agosto 13, 2006
La voz de los muertos es dulce

La voz de los muertos es dulce
(escucho a Violeta Parra Janis
Elis Regina).
La ciencia lo ha demostrado
mediante destrezas sutiles
que los muertos desdeñan.
La voz de los muertos
habita el mediodía de invierno.
La voz de los muertos
es una sola fresa
madura.
Yo no sé qué pensarán ellos
ahora,
qué armonía tejen
en la espiral temblorosa del tiempo.
Pero ¡qué va! ellos se redimen
solitos,
a pesar del dogma y los decibeles,
a pesar de los remaches del féretro.
Ahora
ellos emanan azahares
y me habitan
como un aleteo de colibrí
y su voz es un péndulo afilado
que roza mi corazón distraído.

La voz de los muertos es dulce
(escucho a Violeta Parra Janis
Elis Regina).

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