martes, 20 de febrero de 2007

La reverberación de la ceniza


“La reverberación de la ceniza” de Mario Licón Cabrera.

Texto de presentación
José Juan Cantúa

Las palabras incendios; los ojos, ceniza.

1. La retórica entre clavos, mambos y abismos.
El poemario “La reverberación de la ceniza” de Mario Licón Cabrera es un libro tan cercano que uno termina mimetizándose con él, desde él, pero en general eso sucede con aquellos libros que nos sorprenden a la vuelta de la página con un rostro conocido: el nuestro, el elusivo, aquel que no se atreve a mirarnos de frente por algo que nada tiene que ver con el complejo de culpa sino con el complejo de ser.
Cierta vez me atreví a hundir un clavo en la frente de la poesía; lo hice con suma delicadeza, golpe tras golpe, para después asomarme por esa hendidura y escudriñar la galaxia de las palabras, el origen de la Babel poética, pero del otro lado me sorprendió un ojo idéntico al mío, allí… hubo una pausa de siglos, por supuesto, y no tuve más remedio que redactar algunas reflexiones acerca de esa travesía inmóvil que después aparecería en el muy comentado programa Poetic Travel & Adventure.
De esas reflexiones, me permito citar la número 7, que a la letra dice “Toda frase define una actitud. Cada hombre es una sarta de frases. Cada sarta de frases son fragmentos que recomponen un mundo parecido a éste, nunca idéntico. La cuestión es cómo el lenguaje en su afán de desvestir al mundo se equivoca siempre… o casi”. Al ritmo de esa elucubración, surgió la número 8: “La poesía es el lenguaje de lo perdido, de lo extraviado, de lo que transcurrió ardiendo cual una vela en el fondo de un río transparente: corriente de aguas envenenadas de tiempo, fatales para los labios de la malicia (leer poesía es virtud ingenua; escribirla, virtud despiadada)”.
Hasta aquí las reflexiones que redacté tal como se apunta en una de ellas, con una virtud despiadada y a las cuales enumeré como si fueran mambos para recordarlas fácilmente: la número cuatro, la número siete, la número nueve, etcétera, parafraseando a uno de los poetas latinoamericanos más enigmáticos, Pérez Prado, uno de cuyos minipoemas es un ejemplo de síntesis y revelación, y dice así “Caballo negro, tú tienes la cola blanca” y se repite ad infinitum “Caballo negro, tú tienes la cola blanca”, en fin, un mantra para levitar en la pradera inconmensurable que deseáramos fuera acaso la vida, ésta que respiramos mientras una palabra se disuelve en la boca, quizás es la fruta de un árbol que nunca conoceremos, la deseada piel inconfesable, un delgado hilo de sangre que siempre ha estado allí, manando, no sabremos dónde, pero siempre allí o un pedazo de panal bajo un lluvia de septiembre, cualquier cosa es una palabra disolviéndose en la boca, bajo la lengua su dulzura ingrata.
Todo esto se los cuento así nomás porque cierta vez me atreví a hundir un clavo en la frente de la poesía y desde entonces mi destino fue sostenerme de ese clavo –de hielo como el infierno-, de otro modo caería al abismo de la hipérbole, la gruta de la metonimia, la casa de los espejos de las metáforas desnudas, en fin, material suficiente para un reality show de poetas de verso terso.
Una noche tuve la certeza de que el clavo era un artilugio para despistados, de que había que soltarse y caer hasta el fondo para reconciliarnos con el silencio y ahí encontrar la palabra; el poema entonces era el descenso hasta el fondo.
En una de esas caídas libres conocí a Mario Licón Cabrera.

2. Caídas libres, visiones y recorridos.
Mario Licón Cabrera venía de paso en una de sus magistrales caídas libres desde California hasta Aztlán.
Allá en Berkeley, sus poemas eran fotografías, montajes inverosímiles. Gravitaba alrededor del quehacer: un collage, por ejemplo, con fotos de Marcel Duchamp, grabados antiguos de una foca y algunos versos de Ezra Pound. Aprendí de él que la trasgresión de los iconos era transgredirlos a su vez para transformarlos y hacerlos propios ¿dónde cabría la irreverencia a la irreverencia?
La visión era un carrusel, el mundo era el que daba vueltas y oscilaba de arriba abajo: su cámara era ese carrusel magnífico.
Las conversaciones de aquella su comunidad en California con Marcuse, por ejemplo, la palmada de Mario en la espalda del filósofo con la expresión “¡Quiúbole, pinchi ruco alivianado!” y la sonrisa de Herbert Marcuse con la ceja ladeada o las interminables botellas de vino con Julio Córtazar reconstruyendo Rayuela como una casa de naipes, en el periodo en que Cortázar era maestro visitante.
Pasó por aquí, como muchas otras veces, a principios de los ochenta con Murielle, su compañera de entonces, de origen belga, dorada hasta la planta de los pies, español aceptable, avanzado su embarazo; pues bien, Mario mostró una serie de fotos de Murielle desnuda recostada en una poltrona, en una azotea de Tepoztlán. Las imágenes rebosaban un erotismo tan fino como el filo de una navaja, una mujer desnuda encinta, qué lente de terciopelo, siempre en blanco y negro.
En ese periodo, 1982, publicó sus primeros textos, poemas breves agrupados bajo el título de “divagagavadi”, con collage y fotos en alto contraste, de su autoría y el apoyo de la Editorial Inéditos del Grupo Acequia, A. C. Intuición, trasgresión, equilibrio y concepto. Las ediciones artesanales pueden ser más exigentes que las comerciales.
Después llegaron textos, collage, fotos, para los proyectos que estuviéramos desarrollando, especialmente para la revista “lavidaloca” bajo la dirección de Raúl Acevedo, quien arrebató el título de un graffiti de una pared de Tijuana. En “lavidaloca”, Mario Licón publicó sus primeros textos en prosa y continuaron llegando vía correo no electrónico para nuestro asombro: reseñas, entrevistas, traducciones. Desde diversas partes del mundo. Aparece entonces en la escena nacional y colabora en el suplemento de la Jornada Semanal, revista Tierra Adentro, Letras Libres, Alforja, etcétera. Así que de pronto el Mario Licón se nos convirtió en escritor y nosotros aquí, maldiciendo el verano mientras raspábamos las rejillas del cúler.
Mario mismo es desde hace tiempo un icono. Durante el periodo del movimiento estudiantil del 73, es aprehendido, como muchos jóvenes, acusado de “mafufo y revoltoso”, Enguerrando Tapia dixit. En aquel entonces, Mario pertenecía al grupo “Germen” que contaba con su propia revista: el primer indicio de la contracultura. Pues bien, existe una foto donde aparece saliendo de una celda junto a una joven y su rostro está vuelto hacia la cámara, casi de frente, pelo largo y barba hirsuta, nuestro Bob Marley. Esa foto aparece en el libro “Días de Fuego” de Rubén Duarte Rodríguez. No es sólo el parecido, como se dijera en un comercial, sino la actitud: Bob Marley contra el imperialismo, nuestro Bob Marley del bulevar, aquel que retó al juez a forjar un cigarrillo para así forjar la percepción del mundo. ¿Quieren más? Les recomiendo la solapa del autor.
La reverberación de la ceniza es ese fuego sereno, un ascua que arde con un leve recuerdo de la llama. Los poemas de Mario Licón Cabrera son ascuas repartidas por el mundo y transcurren de Vallejo a Cioran, de José de Jesús Sampredo a Allen Ginsberg. Sus textos son románticos posmodernos, rimados de jazz, impregnados de humo azul de París o del sereno en los matorrales del cerro de la campana en octubre en el Hermosillo desierto, un viernes como éste. Mario Licón Cabrera está hoy en Sydney, Australia, pero sus poemas están encendidos por todos los continentes.

José Juan Cantúa

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